Ni Santa Claus ni Reyes: los padrinos eran los magos de la Navidad de Aliste cada 1 de enero

Sin luces ni escaparates, las fiestas navideñas de antaño en pueblos como Sejas o La Torre se sostenían en el fuego, los ritos y la comunidad, con el aguinaldo de Año Nuevo como único regalo
 
Puerta de la Iglesia de la Torre de Aliste adornada
photo_camera Puerta de la Iglesia de la Torre de Aliste adornada

Aquellos niños no sabían quién era Santa Claus. Tampoco esperaban regalos de los Reyes Magos. En la Navidad de antaño en Aliste, la ilusión no llegaba envuelta en papel ni la traían camellos de Oriente: eran los padrinos quienes, el 1 de enero, hacían de magos y entregaban el aguinaldo. Así empezaba el año en pueblos donde las fiestas se medían por el fuego, la palabra cantada y los ritos compartidos, no por luces ni escaparates. En pueblos como Sejas de Aliste o La Torre las fiestas se construían con lo que había: madera recogida, alimentos del corral, fe popular y una intensa vida comunitaria que convertía cada gesto en un acto colectivo. Así lo recuerdan hoy Cristina Manías, una joven natural de Sejas de Aliste, que ha recopilado y grabado la memoria oral del pueblo, y Obdulia Ríos, de 69 años, vecina de La Torre de Aliste.

En Sejas de Aliste, la llegada del invierno estaba marcada por el fuego. El 1 de noviembre se encendía con el Toco, una gran hoguera que anunciaba Todos los Santos. El tronco principal se subastaba y las ramas se quemaban. La otra cita ineludible era la noche del 31 de diciembre. Aquella Nochevieja, los mozos recorrían el pueblo recogiendo maderas —y, si algún vecino se descuidaba, también el arado de madera— para prender una hoguera junto al río que cruza la Plaza Mayor del pueblo. Alrededor del fuego se cantaba, se charlaba y se despedía el año viejo en comunidad. La tradición, organizada hoy por los jóvenes, pervive como uno de los pocos vínculos directos con aquel tiempo.

También en la Nochebuena de antaño había fuego, aunque en otro escenario. Los niños y adolescentes imitaban a los mayores en una hoguera más modesta, encendida en la Cuesta, a la salida del pueblo, donde hoy se levanta el cementerio. Era un aprendizaje simbólico: observar, repetir y asumir el relevo de unas costumbres transmitidas sin manuales.

Otra de las tradiciones centrales era la Pastora y el Ramo, hoy prácticamente desaparecida tras un intento de recuperación en los años ochenta. Antes de convertirse en estructuras de madera, el ramo se hacía con ramas de olivo o laurel que las mozas adornaban con roscas elaboradas en casa —harina, manteca, huevo y leche— y lazos de colores. El ramo se subastaba y lo recaudado se destinaba a la iglesia.

La Pastora, por su parte, era una representación litúrgica en la que una moza encarnaba a la protagonista, acompañada por otras jóvenes que portaban el ramo. A través de versos y cantos se narraban los episodios de la Natividad y la Adoración de los Pastores. En algunas localidades, el acto incluía la Cordera: los pastores ofrecían un cordero durante la Misa del Gallo como símbolo de adoración al Niño. Era un ritual frecuente en varios municipios de Aliste y también de la región leonesa y reunía a todo el pueblo en una celebración austera, pero profundamente emotiva.

La Navidad continuaba en La Torre de Aliste con otra de las grandes representaciones del calendario: La Obisparra, que se celebraba el 24 de diciembre. Recuperada también en los años ochenta y hoy desaparecida, excepto en Pobladura, donde el rito se celebra en verano, llenaba el pueblo durante horas con un desfile de personajes: bueyes, el arador, el gañán, la filandorra, el soldado, el ciego y su lazarillo, el piojoso, bailadores e hilanderas, pastores, gaitero y tamborilero, todos papeles interpretados por hombres, dado que las mujeres no podían actuar.

Tras la representación, la jornada culminaba con una cena comunitaria para quienes habían participado: pollo de corral con arroz, botillo, turrón blando y duro. No había más sabores ni exceso. Por la tarde, la plaza se convertía en salón de baile improvisado.

No existían Papá Noel ni Santa Claus, y los Reyes Magos apenas tenían protagonismo. El día señalado para los regalos era el 1 de enero. Entonces, los padrinos entregaban el aguinaldo a sus ahijados: chorizo, morcillas, caramelos de bastón, alguna "culebra" de mazapán, una bufanda, un velo para ellas o un pequeño collar. Objetos útiles, sencillos, que marcaban el inicio del año más que una explosión de regalos.

La memoria de aquella Navidad se completa con pequeños detalles que hoy parecen extraordinarios. El viaje del padre de Obdulia a San Vitero, de donde regresaba con plátanos, una fruta que no se comía habitualmente en las casas y que "sabía" entonces a festivo o una peseta de papel podía ser el mejor regalo imaginable. La familia se reunía en torno a la Misa del Gallo y el botillo era protagonista tanto en Nochebuena como en Nochevieja, mientras se repetía la frase heredada: año viejo, año nuevo.

Aquellas Navidades no dejaban juguetes olvidados ni fotografías en color, pero sí una memoria compartida que aún hoy se cuenta. En Aliste, los padrinos fueron los primeros magos y el aguinaldo, el único regalo necesario para empezar el año.

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