Es uno de los momentos más emblemáticos de la Semana Santa zamorana. También de los más conmovedores, de esos que ponen la piel de gallina. El rezo del Miserere, obra del Padre Alcacer ha trascendido para convertirse en un pilar fundamental de la Pasión. En el bullicio de la Plaza de Viriato, miles de almas se congregan, atrapadas por la magia de este acto que fusiona fe, tradición y arte.
Desde su primera interpretación en 1953 por un modesto coro dirigido por Jerónimo Aguado, el Miserere ha florecido, pasando de contar con apenas dieciséis cantores a ser acompañado por más de doscientas voces, tejiendo una sinfonía celestial. La Penitente Hermandad de Jesús Yacente, arraigada en la historia y la esencia de Zamora, ha mantenido viva la llama de esta tradición desde su humilde inicio en 1941. Cada año, con devoción renovada, sus hermanos recorren las calles, portando la imagen del cristo en un ritual que es un tributo a la fe y a la cultura castellana.
La manera en que se lleva la imagen, sobre sencillas andas, envuelta en un sudario blanco y alumbrada por velones, evoca la solemnidad de un entierro ancestral, conectando con las raíces más profundas. Los hermanos, en fila de tres y diferenciados por los colores de sus cordones, avanzan con reverencia, mientras que las cruces de madera, que los mayordomos cargan con sacrificio, resuenan en el silencio de las calles adoquinadas, marcando el paso del tiempo y la devoción compartida.
Entre los susurros de plegarias y el tintineo de las esquilas del viático, el Miserere se erige como un símbolo de unidad y esperanza, recordando la fuerza de la fe. En cada nota, en cada gesto, se entreteje el vínculo inquebrantable entre los zamoranos y su profunda herencia espiritual, creando un eco eterno que trasciende los límites del tiempo y el espacio.