El cisco: el oro negro de Aliste (y el enemigo del brasero eléctrico)

Entre la nostalgia, el humo y el humor zamorano

En Aliste, cuando el frío arrecia y las heladas pintan los cristales de las ventanas, hay una palabra que vuelve a sonar con cariño y respeto: cisco. Una palabra pequeña, pero con más significados que brasas puede tener un brasero. Porque “cisco”, en Zamora, puede ser muchas cosas:
El carbón menudo que da calor, el lío monumental cuando se “arma un cisco” en la plaza del pueblo, o el propio cuerpo cuando uno dice eso de “estoy hecho un cisco”.
Pero hoy nos quedamos con el más noble de todos: el cisco que calienta, el que huele a encina, a jara, a invierno en los pueblos y a lumbre viva rodeada de familia.

Brasero. Fotografía de archivo
photo_camera Brasero. Fotografía de archivo

La lumbre, el corazón de la casa

Durante siglos, la lumbre fue el centro del hogar alistano, también sayagués o sanabrés. En torno a ella se cocinaba, se charlaba, se rem endaban calcetines y se pasaban las noches más largas del invierno. Cuando no se podía “salir a la vida” por culpa del frío o la nieve, la vida se quedaba dentro, y el fuego era la compañía.
Esa lumbre, que calentaba por delante y dejaba helada la espalda, reunía a la familia en corro. Era el salón, la cocina y la tertulia, todo en uno.

Más tarde, cuando llegaron los televisores y las familias se trasladaron al “cuarto de estar”, el brasero sustituyó a la vieja lumbre. Y con él, el cisco se convirtió en el combustible indispensable para mantener viva la llama… literalmente.
El rescoldo duraba poco, así que alguien tuvo la brillante idea de aprovechar el carbón vegetal de las jaras y encinas: el picón que encendía sin humo y calentaba sin ruido.

El arte (y la ciencia) de hacer cisco

En Aliste, hacer cisco era casi un ritual, un trabajo comunitario, una jornada de convivencia antes de que llegara el invierno.
Las familias se reunían en los montes, allá por el otoño, cuando aún no apretaba el frío. Con burros y mulas aparejadas, herramientas y comida para el día, partían hacia las dehesas o los jarales.

Primero se elegía el sitio, siempre cerca del agua, porque el río o la poza eran tan necesarios como el fuego mismo. Luego venía la poda: jaras, carrascos, encinas… Se amontonaba la leña, se prendía con pericia y se controlaba el fuego con “barrederos” —ramas húmedas de jara— para que el carbón quedara en su punto: ni crudo ni chamuscado.

El apagado era toda una ceremonia: ni mucha agua ni poca, para que el carbón no se apagara del todo ni se empapara. Luego se “caría”, se extendía y se metía en sacos aún calientes.
La vuelta al pueblo era casi un desfile: caballerías cargadas, humo saliendo de los sacos, caras tiznadas y cuerpos cansados pero alegres. Aquello sí que era el auténtico oro negro alistano.

Precaución, braseros y sentido común

Claro que el cisco tiene su genio.
Y aunque da un calor que enamora, también puede ser traicionero si no se usa con cuidado.
Los bomberos lo saben bien: cada invierno se repiten los sustos por braseros encendidos en habitaciones cerradas. El monóxido no avisa, y el calor puede jugar malas pasadas.

Así que, como decía la abuela, tres reglas de oro:

  1. Nunca encenderlo dentro. Siempre al aire libre, en el patio o la entrada, y luego se mete cuando ya esté bien encendido.

  2. Ventilar, siempre. Ni cerrando puertas ni ventanas, que el cisco necesita respirar.

  3. Nada al fuego. Ni papel, ni plástico, ni cáscaras. Si huele raro, fuera con él.

Y este año, con el precio de la luz como está, más de uno va a mirar el brasero eléctrico con miedo y el de cisco con deseo.
Porque una cosa está clara: el cisco calienta de verdad, por poco dinero y con mucha historia.

Un combustible natural y sostenible

Lejos de ser una reliquia, el cisco es, en realidad, un ejemplo moderno de sostenibilidad.
Se hace con las podas de los árboles, con ramas que el monte regala y que, al quemarse controladamente, evitan incendios forestales.
Nada que ver con el carbón mineral: este es ecológico, limpio y circular. La encina, reina del monte zamorano, ofrece un carbón que tarda más en encender, pero aguanta vivo durante horas, manteniendo un calor constante y agradable.

En tiempos de cambio climático, resulta casi poético pensar que lo que calentaba las casas hace un siglo vuelva a ser, hoy, una alternativa sensata y sostenible.

 Entre el humo y la nostalgia

“Armar un cisco”, en los pueblos, no siempre era encender un brasero. A veces era eso: un buen lío, una trifulca, una bronca. Pero en Aliste, armar un cisco también era encender la vida.
Era salir al monte, mancharse las manos de tierra y de humo, volver al pueblo con los sacos calientes y el alma templada.

Muchos recuerdan aún aquellos días de “hacer cisco” con los padres y los vecinos: el olor del monte, los chorizos asados en las brasas envueltos en hojas de berza, las risas y el cansancio compartido.
Eran tiempos duros, sí, pero también cálidos, porque el calor no venía solo del fuego: venía de estar juntos.

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 Y ahora que llega otro invierno

Quizá este año toque volver a mirar hacia atrás, desempolvar el brasero de cisco y recordar lo que sabían los abuelos:
que el calor no se enchufa, se comparte.
Y que el fuego, si se respeta, sigue siendo el corazón del hogar.

Así que, mientras el frío aprieta y el precio de la luz se dispara, puede que el verdadero lujo zamorano sea volver al brasero de cisco, al rescoldo de encina y a esa pequeña hoguera de comunidad que calienta más que cualquier radiador moderno.

Porque, al fin y al cabo, el cisco no solo da calor: también da historia, memoria y alma. Y eso, en los inviernos de Aliste, vale más que el gas y la electricidad juntos.

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