Se suspendieron los desfiles y los concursos de murgas, no hubo carpas en las plazas de las ciudades ni fiestas hasta altas horas de la madrugada. Los pueblos no se llenaron de disfraces, las ciudades apenas latieron al compás del tres por cuatro y no se le cantaron coplas a la ciudad.
Toro estuvo más vacío que nunca, sin color, sin calor, sin ruído de fanfarrias, de pitos, de guitarras, sin música llenando las calles y plazas hasta que el cuerpo aguantara sin un carnaval que llena de vida el pueblo zamorano. Zamora latió mucho más despacio de lo normal, sin esas coplillas callejeras que se encuentran en las esquinas y que repasan un año con sus cosas buenas y las malas, sobre todo las malas, porque esa crítica ácida siempre tiene cabida en el carnaval.
Galería de imágenes de Marcos Vicente
Pero quizá fueron los pueblos los que más echaron en falta esta fiesta y sus calles con colores, disfraces y risas. Las fiestas como excusa para juntarse, como un momento para volver a verse, reencontrarse, abrazarse.
Pero son los niños los mayores daminificados del carnaval, los que no han podido disfrutar en el colegio con la semana anterior llena de diversión, sin las carpas y sus desfiles infantiles, sin las risas aseguradas y la posibilidad de elegir un disfraz que llevar durante todos los días. Y han sido ellos los que, sin poder hacerlo de una forma más natural, no han renunciado al carnaval, han podido disfrazarse, disfrutar y sacar una sonrisa a sus familiares. Porque la vida, aun en tiempos de pandemia, sigue siendo un carnaval.