Durante un año, una madre zamorana ha vivido una "carrera de obstáculos" para conseguir un tratamiento adecuado para su hijo de 12 años, con autismo, aquejado desde noviembre de 2024 de una dolorosa contractura en el cuello. Un periplo de consultas, diagnósticos dispares y derivaciones sin resultado que mantuvo al niño prácticamente inmóvil, con dolor constante y sin poder llevar una vida normal hasta que una reclamación formal permitió, por fin, que se revisara su caso.
Todo comenzó el 30 de noviembre del año pasado. El niño pasó unos días con su padre en un pueblo de Valladolid, donde fue atendido por los médicos de Medina del Campo. El primer diagnóstico fue un catarro, por lo que le recetaron antibiótico. Cuando regresó a Zamora, su madre lo llevó al Hospital Provincial para que lo viera su pediatra. Allí descartaron la infección y atribuyeron el cuadro a una contractura, recomendando únicamente ibuprofeno.
Pero el dolor no remitía. En sucesivas consultas, otros profesionales plantearon una gingivitis como posible causa, más tarde un virus y, finalmente, se le administró diazepam en varias ocasiones sin que el niño mejorara. La contractura seguía ahí, rígida, inmóvil, condicionando por completo su vida diaria.
La situación llevó a Cynthia Garrote, presidenta de la Asociación Zamorana de Afectados por el Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (AZDAHI), al servicio de rehabilitación. Allí, la primera especialista reconoció que no podía atender al menor debido a las necesidades específicas derivadas de su TEA y remitió el caso a otra doctora. Sin embargo, tampoco esta se hizo cargo: entre una y otra, la madre sintió que “se lavaban las manos”. Sí percibió un trato adecuado por parte de una estudiante en prácticas, “más paciente” y capaz de ganarse la confianza del menor sin forzarle.
Pasaron los meses. Sin avances. Sin atención. Hasta que decidió poner una reclamación formal en abril. Y entonces, la situación cambió.
Una de las rehabilitadoras, que hasta entonces no había visto al niño, lo atendió por primera vez y reconoció el deterioro: “No sabía que estaba así”. Fue entonces cuando propuso aplicar toxina botulínica para relajar la contractura, una intervención guiada por ecografía y con sedación que se realizó en Zamora con apoyo de anestesia. El efecto fue inmediato. En mayo, el niño empezó a moverse mejor, dormir sin dolor, correr, cantar y recuperar vida.
La toxina, sin embargo, debe administrarse cada tres meses. En agosto tocaba una nueva sesión, pero la rehabilitadora responsable se dio de baja por un accidente. La madre pidió una alternativa; la respuesta fue una nueva derivación al Hospital Niño Jesús de Madrid. Allí, el especialista le explicó que no podían hacer nada porque no había hueco para toxina hasta enero y que lo adecuado era que continuara el tratamiento en Zamora.
De vuelta a la ciudad, otra rehabilitadora le comunicó que ya no iban a aplicar toxina y que las sesiones debía hacerlas “en casa”, según el informe entregado a la madre alegando que “no existe rehabilitador/a infantil”. Todo ello, pese a que meses antes el propio servicio había atendido al menor y pese a que ya se había utilizado toxina con profesionales del propio hospital.
Garrote, desorientada ante la falta de continuidad y el cambio de criterios, ha presentado nuevas reclamaciones ante la Gerencia de Salud y el Defensor del Pueblo. El niño sigue necesitando tratamiento para evitar retrocesos, pero la madre continúa esperando una respuesta clara: “Llevamos un año así. Y el niño no puede volver a pasar meses sin toxina”.
A pesar de todo, mantiene la esperanza. El tratamiento funcionó. La rehabilitación especializada existió. Y el día que por fin se atendió su demanda, su hijo recuperó una parte esencial de su bienestar. Ahora solo pide una continuidad que evite que vuelva al punto de partida.