Con túnicas tradicionales y caperuz en mano, los cofrades iniciaron la marcha al compás de las saetas y salterios que entonaban a lo largo de las angostas calles empedradas. El silencio, roto únicamente por el recogido susurro de los rezos, impregnó el aire mientras avanzaban el paso del Cristo Crucificado y el de la Virgen de los Dolores, titulares de una devoción que hunde sus raíces en el último tercio del siglo XI y que en tierras zamoranas recibe múltiples advocaciones: Amargura, Piedad, Angustias…
“Cada año, el Rosario de la Buena Muerte nos recuerda la pasión y el dolor de María. Es un momento de comunión entre la fe y la tradición”
El itinerario, corto pero intenso, atravesó la plaza mayor y algunas de las vías más céntricas del pueblo hasta llegar a la iglesia, donde el coro parroquial remató el canto con un Ave María que resonó bajo la bóveda. A la llegada, los nazarenos depositaron las varas junto al presbiterio y, tras incensar los pasos, se despidieron de la Virgen con un minuto de silencio y el repique final de campanas.
La escasa precipitación —que apenas caló el manto morado de La Dolorosa— no disuadió a grandes y pequeños, muchos de los cuales se sumaron al cortejo vestido de calle, portando cirios encendidos y alfileres en señal de respeto. Fue, un año más, una velada de recogimiento en la que comunidad y cofradía fusionaron historia y fe.
Con este acto, la Semana Santa de Mombuey entra ya en su ecuador, preparándose para el Vía Crucis del Viernes Santo y el solemne Sermón de las Siete Palabras. Pero será el recuerdo del Rosario a la Buena Muerte el que permanezca en la memoria de quienes presenciaron la procesión de La Dolorosa, velando el dolor de María hasta el último paso