Hace menos de una semana que sonaron las campanadas dando comienzo a un nuevo año. 366 días, en este caso, cargado de oportunidades. De volver a empezar y de promesas; muchas veces vacías, que no cumplimos. Desde entonces, no paro de pensar en que las manecillas del reloj giran peligrosamente rápido cuando te haces adulto. No te ha dado tiempo a digerir las doce uvas y, de un pestañeo, llega la visita de los Reyes Magos. Festividades que van empalmándose una a una; San Valentín, Semana Santa… y, de repente, un día abres los ojos y el sudor te empaña la frente. Y ya es verano. Y las vacaciones. Después caen las hojas, y todo se tiñe de naranja con la vuelta del otoño. Llega el frío, las luces navideñas; y otra vez a empezar.
En la vorágine de la vida adulta los días parecen deslizarse entre nuestras manos y es fácil perder la esencia. El sentido de lo que verdaderamente importa. Decir adiós a ese calendario que avanza implacablemente. Despegarse de la rutina, de lo cotidiano; donde no hay tiempo para apreciar cada detalle. Perdiendo la inocencia a medida que vamos creciendo. También el valor de despertar cada día; de que todo se vuelva costumbre.
Mi propósito para 2024 es vivir la vida como si fuera un niño. Donde los días parecían tener más de veinticuatro horas y todo era una nueva aventura. Ver el mundo como lo miran los pequeños: con ilusión, con diversión, con esperanza. Buscar oportunidades para vivir experiencias nuevas. Saborear cada atardecer. Que cualquier plan sea una razón para disfrutar. Encontrar opciones para redescubrir las maravillas en las pequeñas cosas. Recuperar esa perspectiva de la inocencia. Que este año sirva de recordatorio constante de que, a pesar de la rapidez con la que giran las manecillas del reloj, siempre haya espacio para vivir la vida con asombro y alegría, como lo haría un niño ante un mundo lleno de posibilidades.