Adiós con grúa: el último suspiro del kiosko de la Candelaria

Los últimos cuatro minutos del kiosko de la Candelaria han sido tan surrealistas como simbólicos. Una grúa —esa gran señora de acero que no pregunta, sólo actúa— se ha llevado para siempre el pequeño templo zamorano de papel, chuches y recuerdos. En silencio, sin corte de cinta ni último lector, ha dicho adiós el kiosko que nos enseñó a leer... y a cruzar sin mirar.
muerte del kiosko de toda la vida
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Sí, ese mismo kiosko que estaba estratégicamente colocado encima de la vía, esa que ya no lleva trenes a ninguna parte, pero que aún mira al Duero como si esperara algo. Quizá un romántico que venga con tabla, clavos y esperanza. Porque la Ruta de la Plata, como el quiosco, ya no es lo que era.

El kiosko fue muchas cosas: el punto de encuentro de los abuelos de boina y bastón, el confesionario a pie de calle donde se compraban revistas del corazón (con más secretos que el Vaticano), los fascículos de cómo hacer punto de cruz en tres pasos, las guías de fauna ibérica y alguna que otra Super Pop que sobrevivía entre National Geographic y el Marca. También, por supuesto, el altar mayor de las chuches, antes de que las máquinas expendedoras desalmadas lo arrasaran todo con su dulzura empaquetada y sin alma.

Pero también —hay que decirlo— el kiosko era ya un peligro urbano. Su ubicación junto al paso de cebra desde el parque de Eduardo Barrón hacia la calle Candelaria Ruiz del Árbol era una trampa mortal: uno salía con el último número de “Muy Interesante” o un paquete de Peta Zetas, y de pronto… susto, frenazo o directamente un señor gritando “¡Pero mira por dónde vas, hombre!”. Entre la nostalgia y el atropello, lo segundo pesó más.

Fue por eso —y quizá también por esa costumbre de no mirar al cruzar— por lo que el kiosko acabó en la lista negra de lo insostenible. No por falta de amor, sino por exceso de despistes. Y así se va, sin más ceremonia que el chirrido de la grúa y alguna lágrima disimulada bajo las gafas de sol.

Con él se va una forma de estar en la calle, de leer en papel, de quedar sin WhatsApp. Porque en el kiosko se quedaba: "nos vemos donde el quiosco", decían los adolescentes antes de que las apps lo invadieran todo. Y entonces sí, uno veía a la otra persona, cara a cara, sin filtros ni stickers.

¿Dónde acabará ahora ese kiosko? ¿Lo adoptará algún nostálgico con jardín amplio y amor por el papel impreso? ¿Será reconvertido en puesto de perritos calientes vintage? ¿O, en el más irónico de los destinos, acabará siendo troceado y vendido en Wallapop como “mobiliario urbano de coleccionista”?

No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que estos han sido sus últimos cinco minutos. Cinco minutos que ya están en vídeo, pero que, para muchos, llevan décadas grabados en la memoria.

Hasta siempre, kiosko del parque. Fuiste más que un puesto de prensa. Fuiste punto de partida, punto de encuentro... y ahora, punto y final.

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