El fuego, que durante días quiso devorar sin compasión su esencia, encuentra ahora la respuesta de una tierra que no se rinde.

La ola de calor se despide y el frío de la madrugada llega como un bálsamo, como un aliado silencioso que humedece el monte y frena el avance de las llamas. Es la naturaleza rebelándose, recordándonos que aún queda futuro.

A todos los que han estado —bomberos, brigadistas, UME, voluntarios, vecinos— les debemos más que un aplauso. Les debemos la esperanza. Ellos han levantado muros contra el fuego, han protegido pueblos enteros y han trabajado día y noche para que Sanabria no se apague. Su esfuerzo encarnizado ha sido la garantía de que la vida continúe, de que el verde regrese donde hoy solo hay ceniza.

Ojalá pronto volvamos a ver el Lago de Sanabria repleto de vida, con barcas, con bañistas, con risas que se mezclen con el rumor del agua. Ojalá las montañas vuelvan a ser refugio de caminantes y los pueblos vuelvan a respirar en paz. Ojalá esta pesadilla quede atrás y recordemos, no el fuego, sino la valentía de quienes lo combatieron.

Ojalá la ineptitud política tenga los días contados y se ponga sentido común en volver a tener una política adaptada a los tiempos que corre,n pero siempre con el sentido natural por bandera dialogando con los que saben y dejando atrás a los que se han equivocado una y otra vez. Será tiempo en cuanto todo esto pase de tomar decisiones y buscar responsables que tienen que irse si o si como el fuego de las montañas y los valles. 

Que Sanabria renazca. Que el gris se transforme en brotes verdes. Que este sea, de verdad, el principio del final. Y si no hemos aprendido nada que también lo tememos que al menos nadie muera en el intento de buscar solución a la desidia a la falta de escrúpulos y a los gastos innecesarios teniendo en cuenta la máxima médica de prevenir es curar.