Los amigos del poeta se reúnen junto al Duero para evocar su lado más humano y desconocido.
La playa de Los Pelambres, al pie de su río Duradero, ha sido un año más punto de encuentro de los amigos de Claudio Rodríguez, que se reunieron con la viuda del poeta y principal custodia de su obra y memoria, Clara Miranda, para recordar la faceta más desconocida de quien tantos estudios protagoniza en las universidades: el lado más humano del zamorano, con el que convivieron y compartieron vida y camino los comensales. Tanta vida, tantos años.
En la mesa, compartiendo mantel, memoria y brindis, Clara Miranda, los ojos verdes y transparentes.
Clara en la sombra, si nunca quiso salir en la foto. La mitad que permanece en pie de 'los Cla-Cla', tan frágil y tan fuerte, la voz suave, el recuerdo constante, tanto amor, hombro con hombro hasta el último día. Y su hermano, Javier Miranda, con su inseparable Belén; el catedrático de Literatura y estudioso de la obra de Claudio, José Ignacio Primo y Feli; la cercanía familiar de su primo Manolo; María Jesús, viuda de Agustín 'El Rejo', más que amigo, compadre; Andrés Luis Calvo y Pilar; y los amigos de siempre, los recuerdos de la primera juventud y el desembarco de una novia radiante en Zamora, el pintor Antonio Pedrero -quien retratase a Claudio con 19 años en su mural de La Golondrina, acompañado por Julio Mostajo, que apenas se desplaza ya a Zamora, y el desaparecido Ramón Abrantes, que tantas huellas dejó por las calles a su lado- y su mujer Luisa; e Isabel, viuda del también entrañable amigo y genial escayolista Larry. Faltaba en esta ocasión otro de los amigos del poeta, el escultor Tomás Crespo con Agus. También en la mesa los hijos de algunos de sus amigos, que Claudio tuvo en sus rodillas desde niños y vio crecer como crece la espiga, que siempre apunta hacia lo alto.
Todos cada vez más mayores, cada vez más ausencias en la mesa, pero cada vez más unidos en el vuelo de la celebración, la copa en alto, la vida a raudales, porque la memoria es la vida. Así, tan en familia, sin protocolos, en la sencillez de manteles de papel, tortilla de patata dominguera, ensalada y un arroz a la zamorana. Sólo cariño. Y el vino en la copa y el pan en el cesto de mimbre, la vid y el cereal, tierra de sarmientos y trigo.
Allí, junto al Duero, con la catedral encendida en oro bajo el calor prematuro de un mayo que anticipa el verano y el rumor del río, se revivieron las anécdotas del Claudio más íntimo y desconocido, esas que no se cuentan en las jornadas académicas, esas que no se estudian ni se publican en las universidades ni en las tesis y se reservan para la intimidad de quienes tuvieron el privilegio de vivirlas y compartirlas, de hacer camino junto al poeta andariego, la más universal de la figura de las letras que ha dado la tierra zamorana. La poesía de lo cotidiano. El latido silencioso del poso de la amistad.
Alli, junto al Duero, volverán a reunirse como cada año el próximo 22 de julio, en el aniversario de la muerte del poeta -ya va para 16 años y parece que fue ayer cuando se recibía esa llamada maldita desde Madrid- para brindar por su vida y su legado, como hicieron el mismo día que Claudio volvió a la tierra zamorana, esa que le abraza para siempre en el cementerio de San Atilano en la tumba que esculpiese el genial Luis Quico junto al agua cantarina de la fuente y la sombra del ciprés, como una paloma que despliega sus alas de granito y versos sobre las callejuelas del camposanto.
Canciones de águedas, recuerdos cada vez más entrañables de quien tanto quiso y cantó a esta tierra con la voz sencilla de los más grandes, haciendo del surco, el agua y la piedra lo universal, pateando desde la infancia las calles y los lugares que ahora lo recuerdan en una ruta literaria, impregnando vida entre los suyos, que eran pocos y buenos.
Lo académico ya estaba contado. El trabajo impecable del Seminario Permanente del poeta dando sus frutos siempre, madurando nuevas propuestas. Las jornadas clausuradas, la música en el aire, la Biblioeta Pública templo y cofre de versos. La poesía desnuda de Claudio desmenuzada como pan tierno que nunca se pone duro, que no conoce el moho ni sabe rancio. Lo académico ya estaba contado y lo personal se guarda como un tesoro en el corazón, masticado despacito, cada cual en su plato. Qué suerte tuvimos.
Allí, al pie del río, en la memoria viva de sus amigos más queridos, que una vez más convocaron en el brindis a vivos y muertos, don de ebriedad, el cigarro aún sin apurar de sus labios, humo que perfumaba el aire leve y eterno.
Allí, al pie del río. Su río Duradero, como la vida y la palabra. Claudio en el recuerdo siempre.