La escena podría haber sido digna de una tragicomedia: vehículos en fila india desde la rotonda de Don Sancho, un sol de justicia fundiendo el asfalto, conductores desesperados con el codo fuera y la mirada perdida, y una ciudad absolutamente colapsada en pleno arranque del fin de semana. Porque en Zamora, hasta los semáforos parecen tener vida propia y un curioso sentido del humor.
Cisneros vuelve a ser el culpable —no el Cardenal histórico, sino la avenida—, mientras los sufridores de siempre, los conductores, protagonizan una nueva entrega del serial “¿Dónde está el verde que nos prometieron?”. Esta vez, ni Policía Local ni personal de regulación en la zona. La lógica, el caos y la desesperación se impusieron. La única disyuntiva para salir del atasco fue mirar a los lados, encomendarse a algún santo y cruzar… en rojo.
Zamora no necesita efectos especiales: le basta con un semáforo para generar un embotellamiento digno de cualquier metrópoli. No hay humanización posible si lo básico —como que un semáforo funcione— nos condena a una coreografía absurda de bocinazos, frenazos y resignación colectiva.
Y todo esto justo en plena operación salida, cuando cientos de zamoranos y visitantes intentaban entrar o salir de la ciudad. El sistema decidió que era un buen momento para ponerse creativo: ¿por qué no dejar a toda una vía principal bloqueada durante media hora? Qué mejor bienvenida al turismo estival.
Mientras tanto, las preguntas siguen en el aire (ese que se llenó de tubos de escape): ¿Quién supervisa estos dispositivos? ¿Cuándo se va a revisar la lógica semafórica de una de las entradas más transitadas de la ciudad? ¿De verdad tenemos que seguir jugando a la ruleta rusa de la regulación vial?
Zamora, la de las rotondas sin fin y los semáforos que mandan más que el alcalde, sigue necesitando más gestión y menos resignación. Porque no puede ser que un simple semáforo, encabezonado en el rojo, nos deje atrapados en un bucle tan zamorano como eterno.