Son dos caras de la misma moneda: un campo que vive atrapado entre la naturaleza y la ineficacia política. Y lo peor es que no hay culpables claros, salvo uno: la falta de coordinación y de sentido común en las políticas públicas sean de la administración que sean.
Porque ni el fuego entiende de fronteras ni el lobo conoce de normativas. El incendio arrasa más allá de los límites municipales y autonómicos; la fauna salvaje se mueve sin permisos ni informes. Sin embargo, la respuesta sigue encorsetada en estructuras competenciales que se pisan, se duplican o se contradicen, dejando al ciudadano, al vecino, al ganadero… completamente vendido.
Quizá sea hora de plantearlo en serio: sanidad, educación, medioambiente y seguridad deberían ser competencias de Estado, con una gestión directa y unificada que permita actuar con eficacia, rapidez y claridad. Las autonomías podrían y deberían tener voz, pero dentro de comités conjuntos, permanentes y efectivos, que trabajen de manera coordinada, sin perder horas en papeleos ni protagonismos políticos.
¿De qué sirve proteger al lobo si el ganadero se arruina? ¿De qué sirve invertir millones en medios de extinción si cada verano seguimos contando hectáreas calcinadas? ¿De qué sirve hablar de igualdad territorial si un vecino de Badilla de Sayago o de Porto se siente abandonado cuando pierde su casa, su ganado o su sustento?
La conclusión es clara: ni el fuego ni el lobo son los culpables. Lo que mata al campo es una política fragmentada, lenta y, demasiadas veces, más pendiente del debate ideológico que de la realidad.
Hace falta una reforma valiente que ponga por delante lo que de verdad importa: que los pueblos vivan seguros, que los montes no se quemen cada verano y que el campo deje de ser la eterna víctima de un Estado que solo se acuerda de él cuando arde o cuando el lobo ataca.