La ciudad guarda silencio al paso de la portentosa imagen del Cristo de las Injurias, el Señor de Zamora
No hace falta creer para contemplar al Cristo de las Injurias y pensar "en verdad éste era el Hijo de Dios". Majestuoso en la Cruz, inmenso, Hombre entre los hombres, el Señor de Zamora salía por la puerta de la Catedral y convocaba al Silencio a los zamoranos con su sola presencia, mientras la música del violoncello lo recibía en la calle y el incienso de los dos grandes pebeteros se esparcía por el aire.
Sólo hay que mirarlo para creer en el dolor del hombre y en la grandeza de Dios. Eran las ocho y media de la tarde cuando los hermanos salían a la Plaza de la Catedral mientras la Bomba tañía a muerto desde la Torre del Salvador. Una marea de terciopelo rojo conformaba una alfombra para que pase sobre ella el Señor de Zamora, dueño de los silencios de una ciudad que calla pero no otorga.
El Cristo de las Injurias, portentoso en la Cruz, abarcando en su abrazo a la ciudad entera hasta dejarla sin palabras, muda ante el sacrificio, ante la muerte. La alcaldesa de la ciudad, Rosa Valdeón, ofrecía el silencio de los zamoranos a los pies del Crucificado, asentado en un monte de flores rojas como la sangre, para que después el Obispo, monseñor Gregorio Martínez, tomase juramento. Fue entonces cuando los más de dos mil cofrades hincaron la rodilla en la tierra y asintieron bajo el caperuz: "Sí, juramos".
Y ya entonces la tarde, a dos luces, fue sólo el sonido de los tambores y de los clarines que anunciaban el paso del cortejo, la presencia impresionante del Cristo de las Injurias por las estrechas rúas que desembocan en Viriato y la Plaza Mayor, para recorrer después Santa Clara y descender por San Torcuato a la ciudad de la piedra y del románico, la de las iglesias y las murallas.
Allí, a las puertas del Museo, le esperaba una representación de la Real Cofradía del Santo Entierro, cuyo pendón de terciopelo negro bordado en oro desfilaba tras la portentosa imagen, encargada de devolverlo el Viernes Santo a su capilla catedralicia en el solemne cortejo oficial.
En verdad era el Hijo de Dios el que ha pasado por las calles enmudeciendo todo a su paso. Juramos.
Sólo hay que mirarlo para creer en el dolor del hombre, en la grandeza de Dios.