Misa solemne y concelebrada en la Santa Iglesia Catedral de Zamora, una jornada homenaje a las víctimas de la pandemia, fallecidos, enfermos y damnificados por el COVID-19
Ayer sábado día de Santiago patrono de España, la Seo zamorana se vestía de luto en una misa mayor concelebrada en la que no faltó representación de todos los ámbitos religiosos, civiles, y militares de la provincia de Zamora.
A las 20:00 horas la Catedral de Zamora acogía a decenas de fieles bajo las siempre extrictas medidas de seguridad implantadas por las autoridades sanitarias en esta "nueva normalidad" que nada tiene de normal en un lugar religioso donde la paz se da de forma diferente, y el contacto es nulo entre fieles y religiosos.
La solemne eucaristía tuvo participación de todos los estamentos administrativos, de la provincia.
Miembros del Colegio de Consultores; Cabildo de la santa iglesia Catedral; sacerdotes; representantes de las instituciones civiles, militares, judiciales, sanitarias, eclesiásticas; familiares y allegados de las víctimas de la COVID-19 y de otros fallecidos en esta pandemia; Dña. Clara San Damián, Delegada Territorial de la Junta de Castilla y León; a D. Ángel Blanco, Subdelegado del Gobierno; D. José-Casto López, Jefe del Servicio Territorial de Sanidad; a Dña. Montserrat Chimeno, Gerente de Asistencia Sanitaria del Complejo Asistencial de Zamora; D. Eutimio Contra, Gerente Territorial de Servicios Sociales; D. Manuel Rodríguez, Coronel Jefe Interino de la Comandancia de la Guardia Civil, y a su esposa, que le acompaña; D. Eladio-Daniel Leal,
Jefe del Órgano de Apoyo de la Subdelegación de Defensa de Zamora; D. Guillermo Vara, Inspector Jefe del Cuerpo Nacional de Policía; Dña. Isabel García, Presidenta de la Junta Pro-Semana Santa de Zamora.
No se llenó el aforo previsto pero si fueron muchos los zamoranos que se acercaron a la Seo para homenajear a víctimas y enfermos que deja esta pandemia.
Esta fue la homilía al completo del Administrador Diocesano que presidió la Eucaristía concelebrada por cerca de una veintena de sacerdotes.
Tras los saludos y agradecimientos por la asistencia a todos los congregados en la misa Jose Francismo Matías Sanpedro inciaba la homilía afirmando que, ante los rigores de este invierno de dolor, muerte e incertidumbre, que nos han venido encima, hemos de cubrirnos con los mantos de la fe, de la esperanza, de la caridad, del consuelo, del compromiso, de la colaboración, ...
Celebramos, hoy, la solemnidad del apóstol Santiago. Hijo de Zabedeo y hermano de Juan. Dedicado a la pesca en el lago de Genesaret, en la ciudad de Cafarnaún. De familia humilde, es llamado por Jesús, junto a su hermano, para formar parte del reducido grupo de los doce. Participa en momentos claves de la vida pública de Jesús: es testigo presencial de la resurrección de la hija de Jairo, está presente en la transfiguración en el monte Tabor y en la oración en el huerto de los olivos, la agonía en Getsemaní. Fue, también, testigo privilegiado de las apariciones de Jesús resucitado y de la pesca milagrosa en el
mar de Tiberíades. Es uno de los máximos referentes de la primera comunidad cristiana, junto con Pedro y Juan. Y muere a manos de Herodes Agripa I, en Jerusalén, entre los años 41 y 44 de nuestra era.
Es considerado como Patrono de España.
Y en el contexto de esta solemnidad, nuestra Iglesia Diocesana de Zamora, quiere recordar y encomendar a todos los fallecidos en esta pandemia, por la COVID-19 o por cualquier otro motivo; queremos hacerlos presentes y sacarlos del anonimato en que se han producido, en muchos casos, sus muertes, de la falta de afecto de la que han estado rodeados en sus últimos momentos, la mayor parte de ellos, de la oración a distancia, sobre ellos, que nos ha impuesto la pandemia. Queremos tenerlos a todos en cuanta en esta Eucaristía; memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Y queremos pedir, también, por todos los que han sufrido la enfermedad y están padeciendo sussecuelas, y por los que, hoy, están atormentados por ella.
Queremos reconocer y dar gracias, también, por el trabajo, el esfuerzo, algunas veces sobrehumano, de los sanitarios, de los responsables de las administraciones públicas, de los miembros y fuerzas de seguridad del estado, de los trabajadores de cualquier ramo que han hecho posible que podamos, al menos, sacar un poco la cabeza para poder respirar un aire no tan contaminado de muerte, dolor y sufrimiento. Recordamos a tantos voluntarios que han dado respuesta a la asistencia de las necesidades que era preciso cubrir en el día a día para tanta gente mayor, vulnerable, cercada por el miedo. Quiero recordar, también, a los que detrás del teléfono o los medios telemáticos han estado alentando el aprendizaje de niños, adolescentes y jóvenes; sujetando la esperanza de personas frágiles, agobiadas por el confinamiento, perdidas sin ilusión. Quisiera que tuviéramos en cuenta, de una forma especial, a los mayores, a los integrantes de las residencias.
Y quiero traer a cuento, la labor efectiva y callada de la Iglesia, con los templos cerrados, como partícipe de la colaboración social; cercana a las personas y creativa en sus propuestas para que el calor de la fe no se enfriase por la situación de dolor reinante y la falta de celebraciones con pueblo. Y junto a esto, la asistencia en el tú a tú de experiencias de muerte, de inmenso dolor personal, de encuentro en el silencio. Y de sostenimiento económico para la atención a las necesidades más inmediatas de tanta gente desvalida.
La crisis del coronavirus ha trastocado todo, y la incertidumbre que ha generado sobre el futuro está creando un sentimiento de angustia que encoge tanto la vida personal como social. Esta crisis nos desvela las debilidades de una civilización que se caracteriza por la primacía de la técnica y de su soberbia. Está hecha para un tipo de hombre que pugna por arrancar de sí todo lo que suene a transcendencia, pretendidamente autoemancipado, que busca no estar sometido ya a una naturaleza que cree capaz de configurar a su antojo; un hombre que piensa que está a un paso de someter incluso a la
muerte y dejar atrás la mortalidad asociada a la humanidad. Ha sido este hombre, que se concibe como emancipado de la naturaleza y que ha pretendido dejar atrás su condición humana por una superhumana el que, de repente, ha quedado a merced de un virus originado en un remoto mercado de China. El soberbio candidato a superhombre ha sido violentamente golpeado por algo tan antiguo y poco sofisticado como una pandemia. Un autor francés escribía en pleno confinamiento:
'Prometeo ha enfermado de coronavirus'. Hemos de reconocer que esta crisis está siendo una humillación, en toda regla, a una valoración del hombre como la medida de todas las cosas (Protágoras). Nuestro mundo orgulloso y autosuficiente, se muestra ahora desconcertado e impotente, no ya para cumplir con su presuntuosas promesas, sino, ni siquiera, para proteger nuestras vidas. Nos prometía el todo, ser como dioses, y se tambalea ante un virus que no nos ha pedido permiso para devastarnos.
Ante tamaño naufragio, no podemos seguir con nuestra mirada soberbia y autosuficiente; la fragilidad y zozobra ocasionadas por esta infección invisible tienen que llevarnos a reconocer nuestra debilidad como el constitutivo del fundamento de la misericordia de Dios; a construir un civilización asentada sobre hombres humildes, que reconocen sus límites y miserias, pero que se sienten esperanzados al saberse amados por Dios. Solo una comprensión así del hombre en sociedad será capaz de afrontar esta y cualquier otra pandemia.
Hemos oído hasta la saciedad, porque así es, que el 'virus y sus consecuencias los vencemos entre todos'. Es cierto. Pero hemos de tener en cuenta que ese triunfo solo se llevará a cabo desde el servicio, desde la contribución tanto personal como institucional al bien común, cada uno con los medios que posee. Exigencia de responsabilidad a laspersonas y exigencia de entendimiento entre partidos, instituciones, colectivos, grupos, ... que favorezca ese vencimiento, que no ha de ser virtual, de la enfermedad que ha arrastrado el virus, la pobreza que ha generado, el desajuste afectivo y psicológico que ha producido, el cambio de la concepción del hombre en el mundo y su puesto en éste, la fragilidad de lo que creíamos eran seguridades y el temor y la
incertidumbre ante lo que puede venir. La tormenta de la COVID-19 ha dejado a su paso muchos destrozos. Es, ahora, la hora de descubrir, valorar y potenciar tantas señales de vida que, desde la solidaridad humana, se han hecho presentes. El virus, el hambre, las guerras, la pérdida de recursos
económicos y de un trabajo digno, las desigualdades y exclusiones, la marginación, ... son las diferentes caras que reviste el mal en este momento de nuestra historia. Tenemos que aprovechar este mal, a pesar del dolor que nos produce, para convertirlo en ocasión de manifestar el amor, la bondad, la misericordia de Dios, que se hacen presentes en la búsqueda del bien, en la defensa de la verdad, en la aceptación de la contrariedad, en la lucha por la justicia, en la búsqueda de la dignidad para todo ser humano. El virus ha venido a mandar por los aires nuestras rutinas y costumbres, a alejarnos de
quienes más queremos, a sembrar dolor y muerte, a zarandear nuestro modo de vivir inamovible. Esta crisis ha sobrepasado lo sanitario para convertirse en una crisis económica, social y laboral. Ante esta situación, la Iglesia, en todas sus acciones, ha estado con todos y sigue haciéndolo, fundamentalmente, con los más vulnerables; ofreciendo consuelo y esperanza, viviendo el dolor desde el silencio, atendiendo las necesidades de todo tipo de personas con
rostro y nombre, para doblegar la cultura del descarte y la generalización de la indiferencia.
A pesar de todo, los actuales, son momentos de realismo esperanzador y no de catastrofismo descomprometido. Hemos escuchado en la segunda lectura: "Nos aprietan por todos los lados, pero no nos aplastan; estamos apurados pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no
nos rematan". Y así, en esta nuestra situación actual, decimos con el apóstol Pablo, que también nosotros creemos, y que esta fe es la que nos sostiene en las dificultades, nos ayuda a normalizar nuestra vida, a sacudir el temor en la incertidumbre que vivimos, y nos da la fuerza para vencer este mal que nos acecha.
La presencia de Jesús entre nosotros, después de su Resurrección, la fe en los cielos nuevos y la tierra nueva es la linterna que nos va descubriendo la senda a recorrer en una noche oscura como la que nos está tocando vivir. Esta luz que es la vida, la gloria eterna, el Absoluto para los que han quedado por el camino sin la presencia, sin el abrazo, sin el acompañamiento de los seres queridos y de la misma comunidad eclesial, y que esta tarde queremos recordarlos con todo el cariño.
Se nos pide que en esta época de sufrimiento apostemos por crear ámbitos de vida, llevemos a cabo testimonios y compromisos de resurrección, hagamos signos en medio del pueblo, como hacían aquellos primeros apóstoles, según nos cuenta la primera lectura que hemos proclamado; para encontrar el sentido al sin sentido de la experiencia vivida, el coraje ante el desánimo del momento, la luz del final del túnel. Y esto, porque obedecemos a Dios antes que a los hombres; porque descubrimos la contingencia de nuestra vida, la fragilidad de nuestras seguridades y modos de actuación; en definitiva,
la pobreza de la condición humana sin Dios.
Jesús nos indica en el Evangelio que solo se guía desde el servicio; que aquel que mejor da respuesta a las necesidades reinantes es el que tiene mentalidad de servidor, y que el servicio, ejercido con humildad, se impone por sí mismo y hasta se hace amable. "El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor". Jesús da un giro de ciento ochenta grados a la percepción del modo de ser los primeros. Y hay que procurar serlo, para evitar tanta mediocridad en muchos comportamientos que se dicen cristianos, en tantas vidas anodinas que no interrogan a nadie.
¡Cuántas necesidades está dejando esta pandemia! Tenemos personal e institucionalmente una ocasión de oro para darles respuesta desde el servicio; más allá de intereses y protagonismos personales y de valoraciones partidistas institucionales. El termómetro del servicio nos va a decir dónde estamos en este campo. Todo lo que no pueda medir ese termómetro serán rebrotes de imposición, de autoritarismo que nos indicarán que todava no hemos generado suficientes anticuerpos contra tantas formas del mal que, continuamente, acechan al ser humano.
El Hijo del Hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos. ¡Qué nosotros pasemos por esta dura experiencia rescatando, al menos, a alguno, de la vivencia de dolor, sufrimiento y muerte que nos ha acontecido!; con ello demostraremos nuestro ser de hombres y nuestro compromiso de cristianos. Qué así sea.
IMÄGENES de la CATEDRAL