Hubo un día frío de diciembre en que Getsemaní sonó a destiempo a las puertas de San Juan. Un día de diciembre en que las voces del coro y los acordes de la Banda resonaron al pie de los cipreses y las cruces cantando 'La Muerte no es el Final' en el jardín de la muerte, allá donde brotan flores en noviembre, soledades, silencio y memoria.
Esta tarde Cristo pasará ante nuestros ojos con la rodilla en la tierra bajo el peso de la Cruz. La tierra, la sábana que envuelve el descanso de nuestros muertos, tan vivos porque sólo puede morirse aquello que no se ama. Esta tierra zamorana que nos ata como una cruz cada primavera cuando acudimos a la llamada de la muerte y de la resurrección, el ciclo de la misma vida. Tierra donde siempre brotan rosas amarillas en el camino donde se despiden Jesús y la Madre, esas manos que ya no se tocan, ese abrazo que ya nunca será.
Esta tarde resonarán las mismas voces, los mismos ecos, junto a la piedra de San Juan, bajo los soportales del viejo Ayuntamiento, cuando la oración se haga música en la Plaza Mayor y Zamora entera cante en las gargantas de un puñado de hombres que proclama al aire que existe una vida después de la vida, que la muerte no es el final. Y nacerán flores blancas en recuerdo de los que hoy se unen al cántico desde lo alto, desde lo inmenso, desde cada uno de nosotros, desde la memoria de quienes compartieron partituras y ensayos, amistad, mesa y mantel.
Esta tarde cerraremos los ojos y escucharemos a los que quisimos llamándonos por nuestros nombres desde el viento, abrazándonos. Ahí, en la Plaza Mayor, mientras Cristo se arrodilla y la Madre y el Hijo clavan los ojos en la última mirada. Ahí donde las cruces de Coomonte son livianas comparadas con el peso de la cruz de cada uno, esa que no se ve pero se clava en el alma y en las carnes como el filo de una navaja. Ahí donde una corona de arados nos recuerda que somos tierra y surco. Polvo que vuelve al polvo, tierra que siempre regresa a la tierra.
Cerraremos los ojos y cantaremos. Escucharemos esas voces que un día cantaron desde lo hondo el Viernes de Dolores junto al Crucificado del arrabal cuando sube a la Catedral con un manojo de cardos a sus pies; voces que cantaron, que cantan en este Lunes Santo que hoy es más santo que ninguno. Esas voces que le recitan al cristico de pueblo, en el barrio de Olivares, las estrofas de un miserere según Aliste en la noche del Miércoles; voces que en la madrugada del Jueves Santo se unen en el salmo del arrepentimiento y todo se detiene admirado ante la muerte, cuando vivos y muertos cantan el Miserere mientras Dios pasa dormido por Viriato.
Hay una procesión en el cielo cada Viernes Santo, en la mañana mágica de la túnica liviana del percal negro y el Merlú rompiendo la madrugada. Pero también hay un coro que resuena eterno en los latidos de los que seguimos en pie viviendo, cantando aquí en la tierra porque sus voces son, están en el aire. Por César, por Emilio, por Manolo, por Daniel, por Alberto... por tantos, por todos los que un día rezaron y cantaron haciendo pedazos el silencio de una tierra que siempre calla.
Esta tarde un grupo de hombres y la Banda de Zamora proclamarán desde la Plaza Mayor al mundo que la muerte no es el final. Tu voz entre todas las voces. Te escuchamos. No es el final.
Cantad, rezad. Cantamos, rezamos. Ellos son, están en vosotros, entre nosotros.
No. No es el final.
(Para José Luis, Fernando, Eduardo, Baladrón, Colino, José Carlos, Alfonso y todos los que hoy cantaréis junto a César. Para Jaime y Carlos, que cantan cada día con él, en él. Para todos los que un día cantaron en las calles y en los templos para que Zamora pudiera guardar silencio y hablar, rezar en sus voces).