Nunca creí en más coronas que en la de los Magos de Oriente, ante los que hago la reverencia cada 6 de enero, o en la corona de espinas del Nazareno, el que anduvo en la mar. Pero en esta fecha histórica del 2 de junio no tengo reparos en agradecer al Rey de España, don Juan Carlos I, sus 39 años en el trono. En este tiempo, que es casi toda mi vida, España pasó de una dictadura a una democracia que se han encargado de enfandangar con sus golferías quienes ostentan el poder del pueblo otorgado por el pueblo. Pero eso es otro cantar.
En este tiempo, España pasó de la mordaza a la libertad y al cántico. Por eso hemos podido cantar y contar, alzar la voz, respirar. Vivir.
Viví sin conciencia, siendo niña, aquel 23 de febrero que comprendí muchos años después, porque los niños no saben de golpes de Estado ni de la amenaza de coserle de nuevo la boca a un país encorsetado por más de 40 años que ya respiraba aires de libertad.
Nunca creí en más corona que en la de mis Reyes del 6 de enero o en la corona de espinas del Nazareno, pero he respetado la figura del Rey Juan Carlos como la mejor valorada en el extranjero, aunque el tiempo y diversos escándalos hayan mermado esa imagen impecable que se nos vendió y que se proyectó al mundo.
Ahora, mientras los tertulianos se convierten en expertos de Casa Real, se abren especulaciones, vuelan chistes en los móviles y las redes; ahora que se inicia el proceso de la sucesión, estas líneas no son más que un reconocimiento a quien supo comandar la normalización democrática del país y mantener el tipo cuando estuvo en peligro, vestido de militar, jefe de los Ejércitos, aplacando al ejército. Así al menos lo percibo yo, que no soy monárquica pero sí juancarlista, aunque puedan entenderlo como un gazpacho que quizá ni yo misma entiendo.
Por convicción y coherencia pienso que todos los hombres nacemos iguales desde la cuna, que debe ser la vida quien nos ofrezca oportunidades, nos dé y nos quite. Probablemente nunca haya sido así, porque el hombre es desde sus orígenes lobo para el hombre y la justicia es una mujer ciega desde el principio de los tiempos.
Juan Carlos I nació príncipe, hijo de un Rey en el exilio y regresó a España para ser Rey y devolvernos la paz y la palabra, que no es poco. Yo no podría vivir sin la palabra, sin el cántico. Alzar el puño y la voz. Vivir.
A pesar de sus devaneos de faldas, de sus cacerías en Kenia mientras las familias no llegan a final de mes, de hacer la vista gorda con las corruptelas de su yerno y de su hija, y otros escándalos que tanto han mermado en los últimos tiempos su crédito, este Rey ha proyectado una imagen cercana y humana. Así lo afirman compañeros y amigos de la prensa que sí han estado cerca y lo han tratado en lo personal, en las distancias cortas.
Ha gozado de privilegios, pero también de unas obligaciones que la mayoría no asumiríamos ni resistiríamos, unas ataduras por sangre que para mí no quisiera. No yo, al menos, que hasta para estar tiesa en estos tiempos de crisis he sido libre y he campado como me ha dado la gana sin agendas cerradas ni imposiciones.
Sus aciertos han estado por encima de sus errores, cosa que no pueden decir una gran mayoría de políticos que, aunque elegidos por el pueblo, no por ello están legitimados para las golferías con la que nos desayunamos cada día, ladrones de guante blanco sin moral y sin decencia. No son tampoco, no para mí, la voz del pueblo quienes han metido la mano en las arcas y nos han dejado tiritando, por mucho que sus nombres saliesen de las urnas.
No soy monárquica, ni experta, ni analista, ni quiero serlo. El reinado de Juan Carlos I coincide con casi toda mi vida y hoy, en este 2 de junio, día histórico, sólo puedo decirle, sabiendo que usted tiene la sangre del mismo color que la mía, en pie y sin reverencias: Gracias, Majestad.