Venid a Mí, que Yo os aliviaré
Monseñor Gregorio Martínez Sacristán preside la misa en La Horta y la procesión de las Siete Palabras
La del Martes Santo es la noche de las siete últimas palabras de Cristo desde la Cruz. También la de la Palabra, el Verbo, en la iglesia de La Horta, en la misa que precede a la salida de la procesión, uno de los actos litúrgicos más bonitos y vivos de la Semana Santa. Presidida por el Obispo, a las 22.45 horas comenzaba la ceremonia religiosa en la que intervino el coro parroquial, que un año más emocionó a los hermanos que se unieron a sus voces en el rezo y en el cántico, tan sentido, tan de verdad. El prelado presidió posteriormente la procesión, que regresó al templo de salida a las tres de la madrugada.
Junto al altar, en sus andas, presidía la Eucaristía el Cristo de la Expiración, titular de la hermandad. El Cristo de los Barrios Bajos, que cuando dieron las doce en punto avanzó desde el interior del templo hacia la calle para salir el primero y contemplar a sus cofrades, uno a uno, en fila de tres, saliendo a la noche.
La fraternidad del abrazo, la amiga de siempre al lado, la mano en el hombro que conforta. Y ahí, en lo alto, Él, con los brazos abiertos, perdonando, consolando, diciendo el Amor de verdad. Que Yo os aliviaré.
Siete estandartes y siete pequeños crucificados –iluminados cada uno por dos faroles que portan los mayordomos- dividían en tramos la procesión, muy numerosa con una temperatura primaveral que favorecía numerosa presencia de gente en la procesión y en las aceras. El sonido de los hachones contra los empedrados y el eco destemplado y seco de los bombos confieren a la procesión una atmósfera casi mágica para quien la realiza desde dentro, en el silencio del caperuz, en la emoción del rezo y de la fe.
Numeroso público se congregó en la cuesta de San Cipriano y en diversos puntos del recorrido para presenciar el paso del cortejo por el corazón mismo de la ciudad, desde el Duero a la Plaza Mayor. La pana verde de los caperuces salvaguardaba la identidad de los penitentes, que portaban hachones con cirios encendidos. Sus túnicas blancas iluminaban la noche clara, con una luna ya redonda en el cielo.
Después, la hermandad emprendía el camino de vuelta, con la madrugada ya encima, por la Cuesta del Piñedo y los barrios bajos, junto al Duero, ya en la intimidad, donde los vecinos alzaban las persianas para ver el paso de su Cristo. Faltaban apenas dos minutos para las tres de la madrugada cuando sin apenas público regresaba el Crucificado a su iglesia en medio de un silencio que casi dolíaq, sólo roto por los bombos y el redoble de los tambores que recuerdan con su toque primero y último las siete palabras de Cristo desde la Cruz.
Todo estaba cumplido.
Despedida a orillas del Duero.