La capa de honras de Aliste se convierte en hábito penitencial, paño de silencios y soledades.
La Hermandad de Penitencia ha arropado un año más al Cristo del Amparo en su recorrido por las calles desde el barrio de Olivares hasta la Plaza de Fray Diego de Deza, la de los tilos de la primavera, donde se ha procedido al rezo del Vía Crucis mientras el público se agolpaba expectante para ver el paso del Crucificado por el Arco, en una maniobra de precisión de sus cargadores en la noche de las tinieblas.
Los sonidos de las matracas rompían el silencio de la noche como si en verdad se hubiesen roto los cielos y surgiese así un cortejo que evoca otro escenario, otra época. Primero, la cruz parroquial de San Claudio; después, el pendón morado. Después, la cruz guía. Y después, dibujando cruces en el suelo, los hermanos, arropados en el paño pardo de silencios y soledades, la capa de honras de Aliste y portando en sus manos el humilde farol de pajar; humilde como el Cristo humilde cuyos pies besa una calavera.
Y la música del bombardino como un lamento, y el cuarteto de viento, y el público en las aceras de una ciudad a reventar, y los gráficos agolpados junto al arco del Obispo en busca de la mejor foto. Noche de Miércoles Santo en vena, sin anestesia. Noche de tinieblas y cántico.
Todo ello confluía en la Plaza de San Claudio, una plaza de pueblo con su crucero de pueblo y sus casas bajas de pueblo, el toque a muerto de las campanas junto al río, cuando comenzó a sonar el miserere alistano; un miserere de pueblo de tonalidad profunda y oscura, como un misterio que brotase de la misma tierra y no de las gargantas de los hombres, porque esta vez era un miserere cantado desde el dolor, con la emoción a flor de piel y la garganta rota por la ausencia de quien canta ya en el aire, sobre todas las cosas.
Ten mi Dios, mi bien, mi amor, misericordia de mí.