Capas pardas para arropar al Cristo del Amparo
La Hermandad de Penitencia sube desde Olivares hasta el casco antiguo para rezar el Vía Crucis.
El Miércoles Santo cuando llega la noche la ciudad vuelve sus ojos al Duero y al barrio de Olivares, el de las casas bajas y humildes, el de las gentes sencillas, los alfares y el molino. El Cristo del Amparo se hizo a medida del barrio, como si lo hubiese poblado desde siempre. Cada Miércoles Santo sube a la ciudad para el rezo del Vía Crucis, que esta noche resonaba contra las piedras de San Ildefonso.
Sobrio, humilde, de una gran belleza y serenidad en el rostro y con apenas un puñado de cardos a sus pies, la imagen del Cristo del Amparo ha recordado un año más a la Zamora rural por las calles, a la Zamora de Alba y Aliste, la que viste la capa de honras en las solemnidades, en la muerte y en la alegría.
Los hermanos se concentraban a las once de la noche en la iglesia de San Claudio para asistir a misa antes de la procesión. Para entonces ya miles de personas buscaban acomodo o tenían ya su sitio cogido por los rincones de su recorrido para buscar el sitio más emblemático para presenciar su paso: el arco de San Ildefonso o el arco del Obispo, puntos donde se concentra numeroso público para presenciar la maniobra de los cargadores, que han de sortear la estrechez y la baja altura de sus trazados.
Una hora más tarde, media noche en punto, el pendón morado traspasaba la puerta del pequeño templo románico mientras su campaña tañía a difuntos y duelo. Poco a poco los cofrades, ataviados con la capa de paño pardo y portando un farol de pajar en sus manos, abandonaban la iglesia para dirigirse por la Avenida de Vigo, junto al Duero, hacia la Cuesta de Pizarro y emprender la subida y escuchar el rezo del Vía Crucis al paso de la procesión en la Plaza de Fray Diego de Deza.
El sonido del bombardino prestaba su particular voz a la noche mientras un cuarteto de viento interpretada pequeñas salmodias fúnebres en la noche de las Tinieblas. Mientras, las carracas rompían los cielos anticipándose al cataclismo del Viernes Santo, cuando el mundo quede a oscuras a pesar del sol de abril.
Las voces de los hombres recibieron al Crucificado en la Plaza de San Claudio, entonando el Miserere según la tradición alistana, cerrando con sus estrofas misteriosas una noche mágica y especialmente emotiva para los zamoranos, que recuerdan cada Miércoles Santo que todos tenemos una tierra que nos ata y que Dios se hace Hombre entre los humildes. Mi Bien, mi Amor, mi Dios, ten Misericordia de mí.