Aquella primera madrugada

La Congregación en plena procesión

Siempre hay un niño que la noche del Jueves Santo intenta estirar la hora de ver el Yacente en la calle. Siempre hay un niño que da vueltas en la cama, que cree oír el Merlú pese a que no sea la hora. Siempre hay un niño que, de la mano de su padre, llega a las inmediaciones de San Juan, nervioso y a la vez eufórico porque un año más La Madrugada está en la calle y él ya es partícipe de ella.

La túnica, la primera, descansa encima del sofá junto al cíngulo, el decenario y la cruz. Una bolsa de almendras, el caperuz romo, los zapatos negros y una noche muy corta que se hace muy larga. Caminar desde casa hasta San Juan, con la noche cerrada, de la mano del padre, del hermano, del tio y los nervios en el estómago, la primera vez que los nervios se posan en el estómago.

Allí, en la Plaza Mayor todo es nuevo. La noche zamorana, la gente alrededor de San Juan y la multitud de cofrades, de hermanos que serán amigos, de otros niños que viven la misma experiencia, esa primera vez en La Mañana. Y entonces la Congregación empieza a prepararse con la llegada de los pasos a Renova. Abre el cortejo La Caida, ese dibujo cincelado de Ramón Álvarez, esa magnífica obra que también tiene un niño en ella, un niño en el que se ven reflejados esos primeros hermanos de Jesús Nazareno.

Siempre hay un niño emocionado cuando la banda arranca y las cruces se ponen en alto, cuando La Mañana tararea Thalberg antes de el "Cinco de Copas" levante en San Juan. El primer Thalberg, los primeros acordes del Himno de Zamora, los primeros recuerdos de un hermano de cruz. Siempre hay un adulto que recuerda a aquel niño que fue, a aquel Thalberg, a aquella primera vez.

Todos los Viernes Santo hay un recuerdo por los que no están, por todos aquellos hermanos que procesionan en el cielo, por aquellos que se han ido. Todos los Viernes Santo hay un recuerdo amargo, un crespón negro en el corazón o en las faldillas de alguno de los grupos escultóricos. Redención lloró toda la mañana la pérdida de Miguel, de uno de sus hermanos, de su jefe de paso mas longevo, de un padre, de un hermano. Redención pesó como nunca, porque la cruz se clavaba en los corazones de sus hijos, esos que ya habían sentido el peso de ser cirineos a inicios de año.

Todos los Viernes Santo pesan más los párpados que la cruz, aunque siempre está la mano del padre, ese que te apunta antes a La Congregación que al Registro Civil, ese que apuntó a tu hermana a La Soledad a las horas de nacer. Y la bajada por Santa Clara es el primer calvario de nuestras vidas, con los zapatos haciendo daño a los pies, con la cruz casi siempre ya en el hombro del padre y con el caperuz romo descolocándose.

Siempre hay un primer Viernes Santo, una primera madrugada para ver llegar a la madre, a la Señora de Zamora, a la Virgen de la Soledad, para levantar las cruces en señal de duelo y de respeto, para cerrar la primera noche mágica de nuestras vidas, para acabar con una sonrisa, de la mano del padre, otra vez camino a casa, agarrado también de la mano de una madre que siente la misma ilusión que el niño en su primera Madrugada.

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