Crisanto Vicente: la calma en la trinchera urbana

Crisanto Vicente
No todos los jefes de policía son iguales. Algunos mandan por decreto, otros por uniforme… y luego están los que mandan porque saben escuchar. Crisanto Vicente, zamorano hasta la médula, pertenece a esa última estirpe: la de quienes no necesitan levantar la voz para que se respire orden.

Curtido en lides policiales desde la base, conocedor de la ciudad y de sus ritmos, Cris —como lo llaman dentro y fuera del cuerpo— es hoy el rostro visible de una Policía Local que intenta algo tan complejo como esencial: hacer sencillo lo que en realidad es un engranaje de tensión constante.

Zamora no es grande en extensión, pero sí en casuística. Una ciudad vieja, con sus calles estrechas, sus rutinas enquistadas, sus obras eternas y sus pequeñas guerras vecinales que nunca salen en los titulares. Frente a ese laberinto urbano, el cuartel de la Policía Local es —literalmente— una ratonera para 110 efectivos: sin espacio, sin margen, sin dignidad operativa. Quien entra allí a diario sabe que el trabajo no lo hace el edificio, sino las personas que lo habitan. Por eso el estilo de Crisanto se vuelve imprescindible: calma, gesto amable y capacidad de resolución.

La entrevista que hoy presentamos no es una conversación con un funcionario al uso. Es diálogo con alguien que ha peleado cada turno, cada calle y cada madrugada, que conoce a Zamora de esquina a esquina y que entiende que la autoridad no se construye con porras ni multas, sino con respeto mutuo. “Hay que estar al lado del ciudadano”, suele decir. Y no lo dice para la foto: lo practica. A pie de calle, con vecinos, con comerciantes, con jóvenes que aún no entienden la ciudad que pisan.

Con Crisanto, la Policía Local ha hecho un movimiento inteligente: apostar por la cercanía como herramienta operativa. Zamora no necesita agentes que patrullen como sombras silenciosas, sino profesionales que miren a la cara y digan “vamos a arreglarlo”, aunque el conflicto sea una simple doble fila o una obra más que ha estrechado la calzada. Porque aquí, en la capital del románico, la verdadera prueba no está en el gran crimen, sino en la convivencia diaria.

Y no hay que obviar el contexto. Zamora vive su particular resaca de obras de humanización, ese plan que debía convertir aceras en avenidas y calles en plazas amables. La realidad: tráfico reordenado, vecinos enfadados, comerciantes en apuros y un puzle urbano que todavía no está resuelto. El orden, hoy, pesa sobre los hombros del policía municipal más que sobre las máquinas. Y Cris lo sabe: el conflicto no está en un expediente, está en una señora de 78 años que no sabe por dónde cruzar o en el chico que aparca mal porque no queda un hueco a 500 metros.

Mientras tanto, el cuartel espera. O mejor dicho: espera que llegue el traslado al edificio del antiguo Banco de España. Una mudanza que parece promesa bíblica: todos hablan de ella, nadie la ve. Un cambio imprescindible para que la Policía Local deje de trabajar en un lugar indigno para su plantilla y para el servicio que presta. Más de 100 efectivos hacinados cada día son una radiografía del olvido institucional, no del fallo policial.

Crisanto es consciente de todo ello. No presume, no se queja, no exhibe medallas. Trabaja. Marca rumbo. Arropa a las nuevas generaciones: hombres y mujeres que llegan con vocación de servicio, con ganas de aprender y con el vértigo de enfrentarse a una ciudad antigua donde cada esquina tiene memoria. A ellos, Vicente les enseña algo que no sale en manuales: la autoridad empieza con un saludo y termina con una solución.

Zamora no necesita héroes uniformados. Necesita referentes discretos. Gente que haga que todo parezca más fácil, aunque por dentro sea un caos. Eso es Crisanto Vicente. Y escucharle —sin pose, sin discurso escrito— es descubrir cómo funciona realmente la paz diaria en una ciudad pequeña: con trabajo, con empatía y con la certeza de que lo urgente nunca puede devorar lo importante.

Aquí comienza su entrevista.
Lo demás, juzguen ustedes.