La imagen, imponente y serena, iniciaba su tránsito hacia la Plaza de Viriato, escoltada por cofrades de blanco inmaculado, con caperuz y faja verde, caminando descalzos sobre el empedrado de los barrios bajos de la ciudad, cumpliendo con fervor y silencio una penitencia austera. Sus hachones de madera, al golpear el suelo, retumbaban en cada rincón, como si la ciudad entera escuchara las últimas palabras de Cristo desde la cruz.